domingo, 15 de marzo de 2009

Diez y cuarenta y cinco

Después de diez años esperé durante media hora su llegada con algo de ansias y muchos interrogantes. Un músico tocaba sin esperanzas la guitarra y con una voz aguda interpretaba canciones anacrónicas en el bar oscuro, el cual estaba habitado por dos de sus asiduos clientes –entre ellos estaba yo- y una pareja que no ocultaba sus deseos de amarse en público.

El lugar, que en sus buenos tiempos solía estar hasta reventar, ese día, lo bañaba el polvo. La soledad lo había absorbido pues se resistió a cambiar con el pasar del tiempo. Como yo preferí el pasado, lo frecuenté para recordar la música, la bulla de las conversaciones (que hacían la mía ininteligible) y las meseras voluptuosas que siempre se rehusaron a entablar una conversación.

De esos tiempos, sin embargo, quedó muy poco, la música estaba presidida por un pobre diablo de voz chillona en cuyo regazo descansaba una guitarra maltratada; las únicas conversaciones que se escuchaban, como un susurro, eran las de la pareja, que sólo se producían cuando separaban por un instante sus labios, y las empleadas habían sido reemplazadas por el dueño, que ahora estaba calvo y barrigón.

Impaciente, volví a ver el reloj colgado en la pared y, aunque el frío me paralizaba, pedí una cerveza helada. En ese momento aparecieron en mi memoria los momentos en los que ella irrumpía con la normalidad del lugar, caminaba desde la entrada hacia mi mesa, y con decisión –y sin saludar- se sentaba junto a mí para hablarme sobre cualquier cosa sin reparar en que la había esperado durante más de cuarenta y cinco minutos. Las meseras, entre tanto, musitaban cosas mirándonos y luego anotaban lo que ella acostumbraba a pedir (vaso de Tanqueray, con limón, naranja y Coca-cola). Ante las miradas de muchos iniciábamos nuestras conversaciones y se prolongaban hasta cuando ella decidía marcharse sin decir más.

Al recibir la cerveza la seguí recordando, en medio de sus tiempos perfectos, cuando sus ojos claros brillaban impulsados por su orgullo y su sonrisa se pronunciaba como un constante evento de su ánimo. Solía apoyar, después de su segundo vaso, el rostro en su mano y concentrar una mirada inocente en la mía mientras yo le juraba incondicionalidad, sin embargo ese acto malicioso era la causa para que mis palabras se perdieran en la incoherencia.

De repente sacudí la cabeza y observé con detenimiento al otro hombre solitario que hacía figuras con sus manos sobre la mesa con el rastro húmedo de su gélida cerveza. Era evidente que no estaba a la espera de nada ni de nadie. Al parecer en su mente o en sus recuerdos no había espacio para pensar en el tiempo presente sino en el del pasado. No le siguió la conversación al dueño, quien le estaba refunfuñando por la escandalosa manifestación de la pareja, que ya no sólo se besaban, sino que sus manos empezaban a frotar las grasas de los cuerpos.

Cuando la angustiosa voz del guitarrista por fin calló, pensé en hablarle al solitario, quien parecía habitar un mundo en el que el sufrimiento es alimentado por la inconformidad; enriquecido por la infructífera monotonía, y por la incesante soledad. Sin embargo, creí que si lo hacía probablemente desde ese día en adelante tendría que dedicarle un rato de conversación, alejándonos del espacio en el que el mundo respeta los monólogos y los ejercicios de introspección. Para mi fortuna, el dueño (que hacía las veces de barman, mesero, limpiador y Dj) por fin puso algo de música. Identifiqué la canción sin dudarlo un segundo se trataba de Good ol´love, interpretada por Masta Ace, cuyo coro ella acostumbraba a cantar cuando recién se levantaba y se preparaba para irse a casa.

La pareja protestó por la canción y el hombre vociferó hacia la barra para que cambiaran de género. El dueño aprovechó para reprocharlos por su comportamiento y, con un grito inesperado, les exigió que se retiraran. Ellos le arrojaron unos billetes y se fueron abrazados lanzando improperios a quienes nos encontrábamos allí; nos acusaron de recelosos e infelices. Ni el solitario, ni el pobre músico, ni yo quisimos defendernos. Lamenté que se hubiesen ido, pues demostraban con toda autenticidad, sin importar los tabúes y los decoros, su deliberada forma de expresión y así mismo, con su epifanía, rompían el peligroso silencio que nos llevaban cada segundo a los rincones más empolvados de nuestra memoria.

El frío se intensificó con la llegada de la noche. Ya iban a ser las siete de la noche y ella aún no llegaba. Ya habían pasado cuarenta y cinco minutos. Decidí levantarme y abandonar el lugar. Le pagué al dueño la cerveza antes de salir e hice una venia con la mano al músico y al solitario en señal de despedida. El músico me miró con cautela y se despidió sonriente.

Salí, en medio de la llovizna, y penetré en el bulevar que me llevaría de regreso a casa. Después de pasar dos calles volví la cabeza y vi que ella entraba al bar. Luego de pensarlo durante un corto rato me devolví, buscando la calma en medio del nerviosismo. Mi camisa estaba más húmeda debido al sudor que por la lluvia y mis manos estaban tan arrugadas, como, en mi infancia, cuando pasaba horas en el agua. La vislumbré desde afuera, ella estaba de espaldas, su silueta seguía intacta, perfecta, ya tenía servido un trago de ginebra.

Quise entrar; ella estaba tomada de la mano del músico. Poco tiempo después, el solitario me dijo que el guitarrista la había esperado durante poco más de diez años y un poco más de cuarenta y cinco minutos. Ahora, ellos son la pareja amorosa del lugar.

4 comentarios:

  1. con que siga escribiendo así vale la pena...
    en verdad lo felicito, me encantó

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  2. me place mucho verte por aca... me gusto leerte, tiene imagenes muy lindas y la espera... es asi!

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  3. AAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHHH Juanda q pasado q bueno me gusto mucho, es como escuchar el hombre del piano melancólicamente feliz una nostalgia que solo se pasa con un trago de fria cautela y paciencia para esperar un final quizas mas predecible si uno fuera la punta del carboncillo.

    Me gustó Juanda es bueno saber que ud sigue creativo.

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