domingo, 28 de junio de 2009

Cónclave sin Santos

Final de Punta de Carboncillo

Dejé de publicar hace ya un tiempo, porque –además de sentirme atraído estos últimos meses por otras actividades- me he visto limitado a anunciar ciertos textos que rosan con mi personalidad y exhortan a darme a conocer.

Como dentro de mis planes no está que por medio de una página me conozcan, he decidido eliminar este blog personal. De hecho, le propinaré un giro rotundo a las temáticas aquí publicadas. Pasaré de Punta de Carboncillo -un lugar en el que busqué con pocos textos mostrarme al mundo como soy- a Punta de Cartooncillo, un nuevo espacio para que tengan en cuenta la opinión que me merecen los hechos de coyuntura, a través del humor gráfico.

Espero sus críticas.

domingo, 29 de marzo de 2009

Los pecados del carboncillo




En el fondo de mi maleta hay algo similar a un lápiz cuya función es transformar, crear y dar algo de vida. Lo encontré hace un mes a lado de unos óleos y acuarelas que tiene mi padre en una caja de madera. Examiné su forma, su punta gruesa y las letras grabadas en la superficie aguamarina.

Inmediatamente recordé que cuando tenía seis años había un caballete en el cual reposaba un retrato en carboncillo sin terminar: una anciana, con la boca abierta, las arrugas minuciosamente delineadas y con una expresión sonriente, aunque carecía de toda su dentadura. Mi padre le daba algunos retoques todas las noches después de regresar de su trabajo. Y cuando él no estaba yo pretendía ayudarlo subrayando con el carboncillo aguamarina las partes que a mí parecer faltaban por matizar.

Sin embargo, no sé cómo me daba cuenta, pero mi papá no dejaba un solo rastro de lo que yo le había aportado a su obra. La parte que yo había rellenado estaba completamente borrada o primero borrada y luego perfeccionada. Sin embargo, yo hacía el ejercicio de “ayudarle” todos los días y así mismo todas las noches mi pedazo desaparecía. Nunca me dijo nada ni que dejara de tocar su obra, tal vez por eso ahora siempre tengo conmigo ese ‘lápiz’ carboncillo. No creo que sea el mismo, pero sí era la misma marca y referencia que usaba mi papá: Turquoise 6b, mina electrónica.

Cuando la euforia me inquieta o el desasosiego me desbarata, mis manos empiezan a hacer trazos que no son pensados con anterioridad sino son fruto de la improvisación. Dejo que fluyan con o sin éxito las imágenes que inconscientemente quiero proyectar. El carboncillo me permite delinear con grosor el dibujo y luego sombrearlo con facilidad. Hago el esfuerzo por mantener su punta redonda y tajarlo con sumo cuidado. A diferencia de los lápices ordinarios, puedo manejar la intensidad de los trazos y borrarlos con facilidad sin que se dañe el papel.

Es extraño, pero siempre me ha gustado utilizar el carboncillo para dibujar rostros. Tal vez querer participar infructuosamente en los de mi padre hizo que me motivara. Es impresionante cómo el blanco, gris y negro –teñido por el carboncillo- muestran texturas, expresiones, bocas voluminosas y cabelleras en movimiento, además de muchos detalles que nunca son suficientes.

Cuando decido crear algún personaje empiezo garabateando los ojos, relleno la pupila con suavidad, hago una especie de pestañas y no profundizo aún en la mirada hasta que el rostro me vaya hablando.

Como todos los padres, considero que mi hija es la más bella e ignoro sus defectos aunque los demás me los señalen. Pero en muchas ocasiones el carboncillo me ha convertido en un papá pecador: cuando me empiezo a enamorar de ella. Me ha sucedido con más de una hija y no me da el más mínimo signo de remordimiento. (Y aunque parezca narcisista, considero que es hermosa y mejor que muchas otras.)

Cuando me gusta mucho miro la labor del carbón en su piel y en sus labios. La miro en las mañanas y durante el día en la soledad. La presento a mis amigas, quienes generalmente la critican; cuando lo hacen pienso que es por envidia.

Así mismo, el carboncillo ha hecho que yo sea un mal padre. Si considero que hay una figura más atractiva que la anterior significa que ahora tengo un nuevo amor. Y vuelve a empezar la historia. Además de pecador, soy traicionero.

Es posible que mi padre no me haya dejado participar en la creación paciente de su hija –más vieja que él- pues es un ejercicio que, en este caso, sólo hace una sola persona. O tal vez lo hizo para que yo no terminara enamorándome de mi hermana (la pobre anciana) quien habría nacido en un matrimonio extraño entre mi padre y yo, un niño de seis años, en el cual el celestino hubiese sido el carboncillo.

domingo, 15 de marzo de 2009

Diez y cuarenta y cinco

Después de diez años esperé durante media hora su llegada con algo de ansias y muchos interrogantes. Un músico tocaba sin esperanzas la guitarra y con una voz aguda interpretaba canciones anacrónicas en el bar oscuro, el cual estaba habitado por dos de sus asiduos clientes –entre ellos estaba yo- y una pareja que no ocultaba sus deseos de amarse en público.

El lugar, que en sus buenos tiempos solía estar hasta reventar, ese día, lo bañaba el polvo. La soledad lo había absorbido pues se resistió a cambiar con el pasar del tiempo. Como yo preferí el pasado, lo frecuenté para recordar la música, la bulla de las conversaciones (que hacían la mía ininteligible) y las meseras voluptuosas que siempre se rehusaron a entablar una conversación.

De esos tiempos, sin embargo, quedó muy poco, la música estaba presidida por un pobre diablo de voz chillona en cuyo regazo descansaba una guitarra maltratada; las únicas conversaciones que se escuchaban, como un susurro, eran las de la pareja, que sólo se producían cuando separaban por un instante sus labios, y las empleadas habían sido reemplazadas por el dueño, que ahora estaba calvo y barrigón.

Impaciente, volví a ver el reloj colgado en la pared y, aunque el frío me paralizaba, pedí una cerveza helada. En ese momento aparecieron en mi memoria los momentos en los que ella irrumpía con la normalidad del lugar, caminaba desde la entrada hacia mi mesa, y con decisión –y sin saludar- se sentaba junto a mí para hablarme sobre cualquier cosa sin reparar en que la había esperado durante más de cuarenta y cinco minutos. Las meseras, entre tanto, musitaban cosas mirándonos y luego anotaban lo que ella acostumbraba a pedir (vaso de Tanqueray, con limón, naranja y Coca-cola). Ante las miradas de muchos iniciábamos nuestras conversaciones y se prolongaban hasta cuando ella decidía marcharse sin decir más.

Al recibir la cerveza la seguí recordando, en medio de sus tiempos perfectos, cuando sus ojos claros brillaban impulsados por su orgullo y su sonrisa se pronunciaba como un constante evento de su ánimo. Solía apoyar, después de su segundo vaso, el rostro en su mano y concentrar una mirada inocente en la mía mientras yo le juraba incondicionalidad, sin embargo ese acto malicioso era la causa para que mis palabras se perdieran en la incoherencia.

De repente sacudí la cabeza y observé con detenimiento al otro hombre solitario que hacía figuras con sus manos sobre la mesa con el rastro húmedo de su gélida cerveza. Era evidente que no estaba a la espera de nada ni de nadie. Al parecer en su mente o en sus recuerdos no había espacio para pensar en el tiempo presente sino en el del pasado. No le siguió la conversación al dueño, quien le estaba refunfuñando por la escandalosa manifestación de la pareja, que ya no sólo se besaban, sino que sus manos empezaban a frotar las grasas de los cuerpos.

Cuando la angustiosa voz del guitarrista por fin calló, pensé en hablarle al solitario, quien parecía habitar un mundo en el que el sufrimiento es alimentado por la inconformidad; enriquecido por la infructífera monotonía, y por la incesante soledad. Sin embargo, creí que si lo hacía probablemente desde ese día en adelante tendría que dedicarle un rato de conversación, alejándonos del espacio en el que el mundo respeta los monólogos y los ejercicios de introspección. Para mi fortuna, el dueño (que hacía las veces de barman, mesero, limpiador y Dj) por fin puso algo de música. Identifiqué la canción sin dudarlo un segundo se trataba de Good ol´love, interpretada por Masta Ace, cuyo coro ella acostumbraba a cantar cuando recién se levantaba y se preparaba para irse a casa.

La pareja protestó por la canción y el hombre vociferó hacia la barra para que cambiaran de género. El dueño aprovechó para reprocharlos por su comportamiento y, con un grito inesperado, les exigió que se retiraran. Ellos le arrojaron unos billetes y se fueron abrazados lanzando improperios a quienes nos encontrábamos allí; nos acusaron de recelosos e infelices. Ni el solitario, ni el pobre músico, ni yo quisimos defendernos. Lamenté que se hubiesen ido, pues demostraban con toda autenticidad, sin importar los tabúes y los decoros, su deliberada forma de expresión y así mismo, con su epifanía, rompían el peligroso silencio que nos llevaban cada segundo a los rincones más empolvados de nuestra memoria.

El frío se intensificó con la llegada de la noche. Ya iban a ser las siete de la noche y ella aún no llegaba. Ya habían pasado cuarenta y cinco minutos. Decidí levantarme y abandonar el lugar. Le pagué al dueño la cerveza antes de salir e hice una venia con la mano al músico y al solitario en señal de despedida. El músico me miró con cautela y se despidió sonriente.

Salí, en medio de la llovizna, y penetré en el bulevar que me llevaría de regreso a casa. Después de pasar dos calles volví la cabeza y vi que ella entraba al bar. Luego de pensarlo durante un corto rato me devolví, buscando la calma en medio del nerviosismo. Mi camisa estaba más húmeda debido al sudor que por la lluvia y mis manos estaban tan arrugadas, como, en mi infancia, cuando pasaba horas en el agua. La vislumbré desde afuera, ella estaba de espaldas, su silueta seguía intacta, perfecta, ya tenía servido un trago de ginebra.

Quise entrar; ella estaba tomada de la mano del músico. Poco tiempo después, el solitario me dijo que el guitarrista la había esperado durante poco más de diez años y un poco más de cuarenta y cinco minutos. Ahora, ellos son la pareja amorosa del lugar.

martes, 3 de marzo de 2009

Preludio

Hoy en día es imperiosamente necesario pertenecer a ciertos espacios para dar a conocerse a sí mismo; para contarle abiertamente al mundo quién demonios es uno; para consultarle a alguien, igual o más indocto que uno, qué piensa de la vida. Y, como hoy nadie tiene tiempo de nada, por pasar el tiempo en estos sitios, es necesario, lamentablemente, mantener el contacto a través de estas páginas.

Debo decir que un amigo, que no duda en contar sus intimidades por este medio, me instó a pertenecer al mundo del blog. Yo creo que no haré lo mismo, aunque él afirme que dentro de un año ya estaré hablando de cosas tan privadas que ni siquiera hablo con el papel.

Aún no sé de qué se tratará el lugar, sólo espero que quienes la visiten le aporten alguna luz a lo que llego a publicar. Y al menos que sea una ventana para tomarnos algo en un sitio de verdad…